Nacida en Bilbao, mis raíces familiares tienen su origen en Astorga, Noble Ciudad ubicada en la provincia de León.
Durante 35 años dediqué mi vida laboral a ejercer la profesión de Secretaria personal, a las órdenes del Presidente de una importante Empresa de Servicios y fue precisamente el hecho de pasar tantas y tantas horas en mi despacho (estar al lado del Presidente tiene su gozos y “glamour”, pero también un alto peaje), lo que me indujo -sin apenas darme cuenta- a ir bordando en papel sentimientos que dormían (apaciblemente unas veces, llenos de rebeldía otras) en lo más profundo del corazón.
No había sido “adolescente de diarios” (creo que ni siquiera me permitieron ser adolescente) y jamás pensé que en la poesía encontraría el oasis perfecto en el que refugiarme, nutrirme, resucitarme…
Descubrir la poesía fue encontrar ese amante inesperado al que te entregas con pasión y sin fisuras.
Mi vida, hasta ese deslumbrante encuentro, estuvo marcada por el tiempo: tiempo de prisa, tiempo de confusión, tiempo de aprendizaje (aprender a ser esposa, madre, ama de casa…); tiempo, en definitiva, para los demás.
Pero, de pronto, el tiempo se me ofrece a/para mí y es entonces cuando me convierto en su cómplice, integrándolo en mi YO más íntimo, más auténtico.
Así comienzo a escribir.
Así descubro que necesito escribir.
Así doy mis primeros balbuceos en lo que me gusta llamar “el lenguaje de los versos”.
¿Cómo definir el idioma de los versos y descifrar la carga de misterio que encierran las palabras?
Palabras que se niegan a ser sometidas al silencio.
Palabras gestadas en esa esquina recóndita del alma, que sólo tú conoces.
Palabras que, al nacer, te dejan ligera, ocupando su espacio la serena voz del silencio.
Vivir, a ratos, se convierte en un verdadero latigazo y ese latigazo es el que me impele a escribir, dejando la piel expuesta a la mirada de quien me lea.
A bucear en mis adentros sin falsas condescendencias e indagar, de manera inclemente, en esos vericuetos tan privados, tan míos.
En ese ejercicio de sinceridad y falta de pudor, me reinvento, dejando “salir” a esa otra mujer –acaso más discreta- que también soy.
Escribiendo poesía me siento renacer de las cenizas; y lo hago desde la memoria afectiva en la que el amor se funde con el dolor; el deseo con el desamor y la melancolía llena el espacio de la soledad.
En todo este proceso (doliente y doloroso) encuentro, (¡qué paradoja!) , consuelo y paz.
Escribir me calma; me invita y “obliga” a poner en orden pensamientos/sentimientos; y esa disciplina hace que reflexione, que -aunque no comprenda- acepte (no con resignación sino con inteligencia y humildad) aquello que ha acontecido desordenando, alterando, convulsionando.. mi existencia
Cuando merodean en torno a mí demasiadas impaciencias, sólo escribiendo poesía puedo controlarlas y gestionarlas con algo de cordura.